La Felicidad

"Girl at the Mirror" (Norman Rockwell, 1954)
LA FELICIDAD: NUESTRO ANHELO

L
a felicidad es el objetivo de todo hombre en este mundo. El modo y los medios de cómo pretenda encontrarla, variarán dependiendo de su formación, de sus convicciones, de sus creencias y, muchas veces —no podemos negarlo—, de la influencia de la sociedad.

Hay quienes consideran hallarla en la abundancia de recursos materiales; otros, en la convivencia y armonía de familiares y amigos; encontramos quienes procuran esforzarse por cumplir, estrictamente, los mandatos religiosos para aspirar a un paraíso futuro, posterior a esta vida. Quienes han sufrido mucho a causa de los desenfrenos emocionales, han elegido el estoicismo como una estrategia de vida. Los enfermos, por otra parte, buscan la salud.

La felicidad es nuestra anhelada piedra filosofal, como bien puede interpretarse en la escena de Harry Potter, cuando le es revelado que el “espejo de Oesed” (“deseo”, al revés) únicamente refleja aquello que más ambicionamos, y que erróneamente, confundimos muchas veces como “felicidad”; por lo que el hombre más feliz, si se viera en dicho espejo, no vería otra cosa, más que así mismo en el reflejo. El problema radica, precisamente en ello: la felicidad es un anhelo, una aspiración, cabe decir, un deseo personal.

Un hombre dijo a Buda: “Yo quiero felicidad”. Él le respondió: “Primero retira el ‘Yo’, que es el ego. Después retira el ‘quiero’, que es ambición. ¿Lo ves? Ahora sólo tienes Felicidad”.

Y en efecto, esta breve reflexión nos pone de manifiesto, que, cuando hablamos de este concepto, en la mayoría de nosotros, suele ir referido a nuestra propia esfera individual. Alguien podría argumentar, que velar por la felicidad de los demás, desencadena en la personal; sea ya por satisfacción en esta vida por haber podido ayudar a alguien, o incluso, en aras de recibir un premio más allá de la muerte. Desde luego que, ayudar a los demás, es parte de esa verdad absoluta que buscamos llevar finalmente a la práctica. Pero faltaría algo para volverlo pleno.

Quienes profesan religión o misticismo alguno, dirían que el eslabón perdido es la divinidad o la conciencia universal absoluta, que, una vez en contacto con ella, provee al hombre de esa condición; por lo que, sin ella, aún por más cosas buenas que hiciéramos al prójimo, no le encontraríamos sentido alguno a nuestros actos, por carecer de una doctrina.

Ciertamente, moldear el alma es parte esencial de ese camino hacia la perfección. Pero la pregunta es: ¿Lo hacemos realmente por convencimiento? ¿Es acaso, porque “hacer el bien a los demás”, es producto de lo que nos fue inculcado? ¿Es sólo por miedo al castigo eterno, a la crítica social o evitar la indisciplina familiar? En otras palabras, debe ser algo innato, espontáneo y natural; hacer las cosas, no porque “así deba ser”, sino porque “así es”. Para ello, no menos importante, es el conocimiento. El conocimiento es lo único que es enteramente nuestro, pues incluso, si suponemos la apertura de un juicio, de buenos y malos, al final de esta historia, por las cosas que alojemos en la memoria seremos juzgados. Y el conocimiento forma parte de nuestra memoria.

El conocimiento no sólo nos permite ahondar más, nos deja penetrar, vencer y perder el miedo a lo desconocido, adquiriendo algo nuevo. El conocimiento, bien conducido, no termina en presunción, eleva y se transforma en auténtica sabiduría. Al conocer más, nos damos cuenta de que, si bien es cierto que existe una gran variedad de religiones, de corrientes filosóficas, de propuestas sociales y políticas (hablando, en general, de todas aquellas que realmente tienen una honesta preocupación por la comunidad), de diferentes especies y seres, comprendemos el predominio de un principio universal: la energía que tiende a la evolución.

La felicidad es el resultado de esa evolución, que sólo se le puede encontrar con el movimiento, con la energía y la acción constante: en el plano espiritual, moldeando el alma; en el plano material, cultivándose. Y después de esta revolución interior es cuando el hombre podrá proyectarse a los demás, como un ejemplo a seguir. La felicidad es entonces sabiduría.

La felicidad (sabiduría) supone dos cosas importantes: libertad y paz. La libertad es producto del conocimiento bien asimilado. Ya que ésta nos permite actuar con entera convicción (incluso, si ese actuar implica ayudar a quien sea, amigo o enemigo), sin miedo a preguntarnos si estamos haciendo lo correcto, o sólo porque lo hemos escuchado muchas veces. Lo que hacemos es por entera decisión, porque hemos finalmente entendido el porqué de las cosas. Todo es natural y nada nos ata ya:

“La ignorancia es servitud y el conocimiento da esperanza; pero sólo la comprensión es libertad” (Idries Shah).

La paz supone esa congruencia, primeramente, con nosotros mismos y a su vez, con los demás, haciéndose ambas naturalezas una sola. Es la ausencia de ese conflicto interno individual que entorpece y desestabiliza a la comunidad. Por lo que, paz, es armonía de las partes que conforman al todo: es Unidad. Y esto se logra actuando como es debido, pero actuando por convicción (libertad). Es allí, cuando una vez entendido, cobra plenitud para quien ha escuchado el verso incesante del devoto cristiano: “Cordero de Dios… danos la paz”.


“El conocimiento habla
y la sabiduría escucha”
(Jimi Hendrix, 1942-1970).