"Caesar"; Adolphe Yvon, 1875 |
JULIO CÉSAR:
LA APOTEOSIS DE UN CAMPEÓN
“Ningún cometa brilla por la muerte del mendigo.
Mas por la muerte del grande, los cielos resplandecen”
(Calpurnia;
“Julio César” de William Shakespeare)
U
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na de las personalidades que mayor
fascinación ha suscitado, a lo largo de los siglos de nuestra historia, es la figura
del político y militar: Cayo Julio César. Sin excepción, todos en algún momento
de nuestra vida, hemos escuchado mencionar su nombre, y por la razón que se
trate, en automático se le asocia, como el símbolo por excelencia del poder y la
autoridad.
Y
no sería extraño, pues bastaría con profundizar en su biografía, para darse
cuenta —prescindiendo de la postura ideológica que cada persona posea— de los logros
conseguidos y las conquistas alcanzadas. Acontecimientos excepcionales de la
historia de un hombre, marcados en su mayoría, por el éxito y la victoria.
De
sangre aristócrata por tradición y nacido en el seno de una familia de exigua
fortuna, se destacó por interesarse en ampliar su formación académica;
adquiriendo amplios conocimientos en retórica, filosofía, religión, leyes, astronomía,
política, así como en el manejo perfecto de la lengua latina. Instrucción que
le valió, para posicionarse como orador excelente, tanto en su labor de abogado
en la etapa temprana de su vida, como posteriormente, al ocupar cargos públicos
en el Estado romano. Julio César también es recordado por su elegancia,
limpieza, por su disciplina, por la habilidad en las armas y su arduo
entrenamiento y cuidado físico.
La
leyenda lo sitúa como descendiente de una línea de sangre sagrada, por parte de
la diosa Venus: la diosa del amor y la belleza. Algo que, en ese entonces,
representaba el orgullo de la familia, por proceder de un linaje divino. De
acuerdo con Suetonio, tras el episodio luctuoso por el fallecimiento de su tía,
en sus años de cuestor, César pronunció un discurso durante la ceremonia
fúnebre en la Tribuna del Foro, a su memoria:
“Por
parte materna, la estirpe de mi tía tiene origen de reyes; por parte de padre,
está emparentada con los dioses inmortales. Pues los Marcio Rex proceden de
Anco Marcio, y de tal linaje ha sido su madre; y del de Venus, los Julios, a
cuya estirpe pertenece nuestra familia. Existe, por tanto, en la raza, la
sacralidad de los reyes, que destaca enormemente entre los hombres; y también
el encumbramiento de los dioses, bajo cuya potestad están los mismos reyes”.
Durante
su vida, es bien conocida la constante fricción con los círculos políticos de
la época, que lo hicieron acreedor a envidias de parte de muchos personajes, preocupados,
más, por sus propios intereses; que no veían con buenos ojos su progresiva
adquisición de poder, fruto de sus hazañas militares. Lo que terminó motivando
a conspirar contra César.
Este
episodio acaecido en los idus de marzo del 44 a. C., ha sido objeto de gran
interés histórico. Un grupo de senadores convoca a César al Foro, bajo el
pretexto de hacerle llegar una petición de su parte. Julio César, haciendo caso
omiso de las advertencias que, según se dice, un vidente e incluso su propia
esposa, Calpurnia, le hicieron saber sobre el peligro que corría, acude sin
vacilar.
Los
conspiradores lo condujeron a un lugar estratégico y cuando éste comenzó a
leer, fue sorprendido por un ataque al cuello con una daga, del cual, resultó
vivo al contener a su agresor. Ante la desesperación, un grupo de alrededor de sesenta
senadores, se sumaron al ataque, del que se piensa, César recibió veintitrés
puñaladas, pero siendo sólo una la herida mortal. Se ha dicho que, durante el
forcejeo, el agredido tuvo oportunidad de herir a varios de sus atacantes, y
que incluso, algunos senadores, fieles a su persona, intentaron protegerlo y
sacarlo de la habitación. Sin embargo, por ironía del destino, aquel que
siempre había resultado invicto en la guerra, cayó víctima en su propia tierra
en tiempos de paz. Según las fuentes históricas, sus últimas palabras fueron
dirigidas a Marco Junio Bruto, uno de los artífices del complot: “¿Tú
también, Bruto, hijo mío?”; escena inmortalizada por William
Shakespeare en su Tragedia: “Julio César”.
Se
cuenta que el pueblo quedó consternado ante la inesperada noticia del fallecimiento
de César, quien gozaba de popularidad y cuyos restos fueron incinerados. Se
cuenta, además, que meses después de su muerte, algo sorprendente ocurrió
durante el festival del “Ludi Victoriae Caesaris”. Un cometa apareció y
brilló durante siete días consecutivos, siendo, incluso visible, en horas de
luz. Según el pueblo diría más tarde, era el alma de César, que fue aceptado en
los cielos como un miembro más entre los dioses: una apoteosis. Fue así, como el
Templo del Divino Julio fue erigido para rendirle culto.
“Esta
alma, entre tanto, de su asesinado cuerpo arrebatada, vuélvela lámpara, para
que siempre los Capitolios nuestros y el Foro, divino, desde excelsa sede,
vigile Julio”
(Ovidio, “Las Metamorfosis”).
El
“Cometa” o “Estrella de César”, como hoy se le conoce, es en
opinión de algunos, el cometa más famoso de la antigüedad, símbolo del recuerdo
de la apoteosis de un campeón.
“El
conocimiento habla
y
la sabiduría escucha”
(Jimi Hendrix, 1942-1970).