EL REY
DESNUDO: EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR
“La mentira
puede tener muchos vestidos,
pero la verdad
prefiere ir desnuda”
(Thomas
Fuller)
E
|
l escritor danés Hans Christian
Andersen es el autor de: “El traje nuevo del emperador”. La
esencia de su obra, a 183 años de haberse publicado, continúa tan vigente. Historia
inspirada de aquel mal que ha aquejado desde siempre a la humanidad: la consciencia
colectiva, como Émile Durkheim le llamara. Pero siendo exactos,
cuando este concepto se ve desvirtuado.
Es
bueno que cada pueblo tenga sus propias creencias y que defienda determinado
sistema para regir su destino. El problema es cuando un individuo o autoridad (familiar,
religioso o gubernamental) aprovecha su posición para difundir una idea, a fin
de que sea aceptada. Y dado su estatus social y lo que él representa, ésta se
convierte en algo oficial y realmente aprobada por todos, aunque no exista
fundamento o razón. En ocasiones, el miedo (castigo o “el qué dirán”) es
el método empleado.
En
palabras de Durkheim: “Si no me someto a las convenciones de la sociedad.
Si con mi vestimenta no cumplo con las costumbres de mi país y mi clase. El
ridículo que provoco, el aislamiento social en el que me mantengo produce,
aunque en forma atenuada, los mismos efectos que el castigo”.
La
consciencia colectiva es producto de las creencias y sentimientos que una
sociedad comparte; lo cual termina por afianzarla, unificarla y dándole vida
auténtica a un sistema, cuya piedra angular es un dogma. En otras palabras, es
consecuencia del poder de la mente, susceptible a la manipulación.
Andersen
en su historia, cuenta que en un reino hubo una vez un emperador, cuya fama era
por todo el pueblo conocida porque siempre gustaba de vestir impecable y
elegante. Todo iba normal en aquel pacífico reino, hasta que cierto día
llegaron a la capital dos hombres, quienes, enterados del fanatismo del monarca
por la moda, acudieron a la corte para reunirse con él. Una vez ante su
presencia, dijeron ser tejedores y le ofrecieron sus servicios exclusivos.
Cuando
el emperador les pidió que ahondaran sobre el porqué de la exclusividad de su
oficio, ellos le dijeron ser capaces de confeccionar un traje único, hecho a
base de una tela de una belleza excepcional y para nada convencional. Pues ésta
tenía la propiedad de que sólo aquellas personas competentes y dignas para la
labor que desempeñaban eran capaces de verla, mientras que no podían hacerlo aquellas
que fueran todo lo contrario.
Al
emperador le pareció un proyecto interesante y aceptó la oferta de los dos
hombres, pues como todo hombre de Estado —con muchos posibles enemigos—,
deseaba saber quiénes de sus allegados eran incompetentes.
Los
días siguientes, la gente que pasaba caminando por la calle en la que los
hombres se habían instalado, veían cómo se apresuraban, haciendo movimientos
semejantes a cuando se está trabajando con una tela. Pero nadie veía nada. Lo
que no sabían es que se trataba de dos estafadores.
Pronto,
el emperador, impaciente, mandó a uno de sus ministros a supervisar el avance.
Cuando éste llegó, los estafadores —luego de aplaudir y halagar su ‘obra
maestra’—, le preguntaron qué tal le parecía. El ministro que no sabía qué
decir (pues no veía nada), sólo se limitó a consentir lo que ellos dijeron,
pues tenía miedo a que si decía no poder verlo, el emperador le castigaría por
considerarlo inepto. A su vez, dudaba de sí mismo, preguntándose qué era lo que
estaba haciendo mal para no ser capaz de ver el traje. Por lo que se dispuso a
memorizar los detalles que le daban los bribones para informárselo al emperador,
quien quedó complacido.
Finalmente,
el traje ‘estuvo listo’ y los embaucadores lo llevaron al monarca. Desde
luego, nadie veía nada, pero ninguno se atrevió a expresarlo. El emperador también
guardó silencio por miedo a que el pueblo lo creyera indigno.
Como
estaba próximo un desfile, el emperador decidió lucirlo públicamente. Todo
mundo sólo veía una cosa: que iba desnudo; pero por miedo, nadie se atrevió a
decirlo. Al fin, un niño alzó la voz y gritó que el emperador iba desnudo. Su
padre intentó callarle, pero no pudo. Otro niño le secundó, y así uno tras
otro, hasta que fue imposible que los adultos no murmuraran. El emperador que
se había negado a aceptarlo, al fin lo creyó, gracias a la voz de los inocentes.
No había remedio, por lo que se limitó a terminar el desfile.
“La
voz de un niño, por sincera que sea, apenas tiene valor para los que han olvidado
escuchar”
(Albus
Dumbledore, “Harry Potter y el prisionero de Azkaban”).
“El
conocimiento habla
Y la sabiduría
escucha”
(Jimi Hendrix,
1942-1970).