EL ESPEJO: EL
OTRO YO
D
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esde la antigüedad, el espejo
ha sido un artefacto dotado de superstición y misterio. Esta concepción nace de
su capacidad de ‘duplicar’ e invertir la realidad del mundo visible, lo
que lo ha colocado como un elemento constante dentro del misticismo, las
creencias y la magia.
Ello
permitió que fuera asociado con lo sagrado y con lo sobrenatural. Hablando de
Mesoamérica, los espejos de obsidiana eran accesibles únicamente para los
privilegiados, quienes tenían derecho a ver su reflejo. La cristalomancia
es la habilidad que posee una persona, conocida como vidente, de visualizar —a
través de los reflejos en una bola de cristal— lo que el futuro depara para el
solicitante.
El
espejo, a su vez, es símbolo de la verdad, de inteligencia y claridad,
semejante a la cristalinidad que representa el agua como signo de pureza. De allí,
que seres míticos como los vampiros, sean incapaces de reflejarse en ellos,
debido a su ausencia de alma y por la maldición que arrastran para la
eternidad. A su vez, el espejo ha sido sinónimo de vanidad, como bien lo
expresa el Conde Drácula al recriminar a Jonathan Harker cuando éste se
miraba en uno.
Otras
de las atribuciones que se le han achacado, es el de ser un portal hacia otras
dimensiones, así como portador del conocimiento y de la sabiduría. En la Antigua
Grecia, filósofos como Sócrates, Séneca y Platón lo veían como un
objeto útil para autoconocernos.
En
la antigüedad, algunos pueblos pensaban que no era conveniente dormir junto a los
espejos, no sin antes haberlos cubierto o dado vuelta; ya que, por su conexión
con lo sobrenatural, podían ser capaces de disociar el alma y hacerla cruzar a
otro plano; o incluso, atraer espíritus de otras dimensiones. Durante la Época
Victoriana —en Inglaterra—, en los funerales se les debía cubrir, para
evitar que el alma del difunto quedara atrapada en ellos. No sólo era exclusivo
de los británicos, también otras culturas coincidían en la misma idea.
En
la Europa del siglo XVII se hizo costumbre el uso de diminutos espejos, colocados
principalmente, en los sombreros como protección frente al mal de ojo,
considerándolos más como objetos apotropaicos que como accesorios, tanto en
hombres y mujeres.
En
el México Prehispánico, los toltecas concebían al espejo como una
metáfora del ser humano que ha alcanzado la sabiduría —a imagen de la divinidad—,
y al que conocían bajo el nombre de “hombre espejo”; el cual, había
sido capaz de perforarlo trascendiendo de este plano terrenal a uno superior; y
en quien los demás serían capaces de ver sus propios rostros transformados, reflejados
a través de él, como símbolo de virtud.
Por
otro lado, existe la superstición de que, al romper un espejo, el infortunado
se hará acreedor a siete años de mala suerte. Esto fue herencia de los antiguos
romanos, quienes veían en estos objetos un atributo místico vinculado a la
salud y bienestar de la persona, el cual, al ser destruido, representaba la
rotura de su imagen misma.
Dentro
de la Psicología, se le conoce como eisoptrofobia o catoptrofobia
al miedo irracional a los espejos y a su reflejo, que algunos pacientes
demuestran al estar próximos a ellos.
“El
conocimiento habla
y la sabiduría
escucha”
(Jimi Hendrix,
1942-1970).