IGLESIA-ESTADO:
LA ROTURA DE UNA AMISTAD
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no de los episodios históricos de
mayor magnitud, de la pugna entre la Iglesia y el Estado por alcanzar el
predominio, tuvo lugar durante la Edad Media. Un joven Enrique II —de la
Dinastía Plantagenet—, había subido al trono de Inglaterra y estaba
decidido a poner en marcha una renovación sobre el estado de cosas en las que
el reino se encontraba.
Entre
sus objetivos principales se hallaba la instauración de la seguridad del país
mediante el licenciamiento de los combatientes extranjeros, el uso de los amplios
terrenos abandonados para destinarlos a la agricultura, la reconstitución del
patrimonio y de la hacienda real y, por supuesto, el restablecimiento de la
autoridad estatal en la figura del Rey, la cual había perdido fuerza a causa de
las administraciones anteriores.
Por
aquellos años, había, de igual manera, un joven sumamente interesado por el
destino político de su patria, el cual vio rápidamente con entusiasmo los
proyectos gubernamentales del monarca. Su nombre era Thomas Becket, hijo
de un acaudalado burgués, quien no tardaría mucho para entrar en contacto con
el Rey, gracias a su talento y simpatía que los hacía identificarse, y quien
tiempo después sería elevado al cargo de Canciller del Estado.
La
amistad y la relación de trabajo entre ambos se volvió tan estrecha, al grado
que Enrique II, consideró que un buen modo de reconocerle su tan eficiente
labor sería concediéndole el Arzobispado de Canterbury. Y así lo hizo.
En el año de 1162, Thomas Becket era elevado por la Iglesia a este cargo. Para
infortunio del Rey, éste no se percató de que existía el riesgo de que sus
propias armas pudieran jugar en su contra, pues la tenacidad con la que Becket
—en un principio— defendía los intereses de la autoridad real, ahora se
tornaban en favor de la autoridad eclesial.
El
conflicto principal giraba en torno a quién debía sumisión a quién, si la
Iglesia o el Estado. El carácter pertinaz de ambos era inamovible, lo que
pronto acarrearía eventos violentos por la causa, orillando a Becket a huir a
Francia, a causa de la campaña de desprestigio que había puesto en marcha hacia
la figura del Rey.
Ante
las agresiones de Becket —que defendía la independencia de la Iglesia en
materia de justicia—, el Rey hizo promulgar las Constituciones de
Clarendon, en la que se retiraba la inmunidad de los clérigos; de modo
que, en caso de incurrir en delitos comunes, fueran juzgados por la autoridad
estatal como cualquier ciudadano.
Fue
entonces, en 1170, cuando entró al escenario político el Papa Alejandro III,
quien preocupado ante la posibilidad de que Enrique II decidiera aliarse con
los alemanes en contra de la Iglesia, intentó restaurar la paz entre ambas
instituciones en conflicto.
Fue
así, como el Rey autorizó el retorno de Becket a Inglaterra, recuperando su
cargo de Arzobispo. Sin embargo, la riña continuaba en el fondo de ambos
personajes, quienes seguían obstinados con imponer sus ideas y, al cabo de unas
semanas, el problema estalló de nueva cuenta.
A
finales de ese año, tuvo lugar la ceremonia de coronación del príncipe, el hijo
de Enrique II, quien, en vez de llamar a Becket, prefirió delegar el rito al
Obispo de York. Este acto causó una seria indignación en el Arzobispo, quien se
sintió gravemente ultrajado y optó por excomulgar al Rey. Al poco tiempo de
enterarse de lo sucedido, el monarca expresó públicamente —en un arranque de
enojo— y sin percatarse de su imprudencia: “¿Acaso no hay nadie que pueda
librarme de este clérigo impertinente?”.
Fue
entonces, cuando el 29 de diciembre de 1170, cuatro hombres —sin recibir
ninguna orden del soberano—, decidieron hacer justicia por su propia mano
acudiendo a la Catedral de Canterbury. Se cuenta, que una vez en el inmueble,
lo rodearon y asesinaron a Becket al pie del altar mientras oficiaba.
Ante
lo ocurrido, los enemigos de Enrique II en el extranjero, aprovecharon el
suceso para atacar estratégicamente a Inglaterra. El Papa Alejandro III
canonizó a Thomas Becket, quien sería recordado y venerado por la Cristiandad,
desde entonces, como un mártir.
Ante
la amenaza de un rompimiento total de las relaciones entre la Iglesia y el
Estado, Enrique II condenó públicamente el crimen, realizó penitencia, acudió a
la tumba del santo, invalidó las Constituciones de Clarendon para
devolver la inmunidad clerical, y se vio obligado a ofrecer el vasallaje de
Irlanda e Inglaterra a la Iglesia.
“El
conocimiento habla
y la sabiduría
escucha”
(Jimi Hendrix,
1942-1970).