EL PARLAMENTO:
UNA PARADOJA MONÁRQUICA
E
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l surgimiento del Constitucionalismo
inglés ha sido objeto de gran interés para los investigadores. La
historiografía no concede fundamento a la idea generalizada y difundida, de que
los constitucionalistas iniciaron su movimiento a raíz de una ‘ilusión’
o ‘idealismo’ consciente y añorado.
Esta
incipiente corriente política tuvo como base la renuencia contra la Monarquía; tratándose,
en todo momento, de una reacción espontánea en contra del Despotismo. Prueba de
lo anteriormente dicho es la Carta Magna, misma en la que se
constata la ausencia de declaración de principios. Esto contradice a la
propaganda romántica y patriota, la cual ensalza al Constitucionalismo
como un ‘ideal’.
Juan
I de Inglaterra,
también conocido como “Juan sin Tierra”, fue uno de los
principales soberanos que, como consecuencia de sus actos, propició que el Constitucionalismo
surgiera en el escenario histórico.
La
Historia lo recuerda como un monarca imprudente, cuya política se dejaba guiar,
muchas de las veces, por sus caprichos y estados de ánimo; a la vez de incurrir
en vicios, excesos y traición en pro de su beneficio. Algunos especialistas más
atrevidos, hablan de la posibilidad de que el soberano presentara ciclotimia,
lo cual es un trastorno mental que repercute en el estado de ánimo.
Se
le tiene como factor principal, al conflicto que el Estado inglés —a su mando—
protagonizó con la Iglesia en tiempos del Papa Inocencio III, en
donde estaba en riña quién de las dos autoridades debía ostentar el derecho de elegir
a los clérigos como sucesores dentro de la Iglesia. Lo anterior, aunado a la
fama que rodeaba a Juan I en torno a su escepticismo e incredulidad hacia el
dogma eclesial, provocó constantes fricciones e inestabilidad política; a tal
grado, que se afirma que, de no haber existido este monarca, no habría habido Carta
Magna.
Simon
V de Montfort,
conde de Leicester, no fue en realidad un defensor acérrimo del Constitucionalismo
como actualmente se cree, al grado de vérsele como un ‘aristócrata liberal’
y uno de los padres de la Democracia parlamentaria moderna. Los datos
históricos lo señalan como un noble que, en aras de proteger sus intereses, se
aprovechó de la crisis que atravesaba Enrique III.
Irónicamente,
sería Eduardo I —uno de los monarcas medievales más autoritarios—, quien
impulsaría al Parlamentarismo. Al respecto, historiadores como
Guizot, Gneist y Pasquet han emitido propuestas ante tal paradoja, resaltando
la existencia no sólo de intereses de índole fiscal, sino del afianzamiento del
poder real, toda vez que los vasallos se convirtieron en súbditos, y las ayudas
financieras se transformaron en impuestos.
Aunque
en sus inicios esta estrategia monárquica tuvo sus grandes beneficios económicos,
con el pasar de los años dicha arma se tornaría en su contra; toda vez que los distintos
representantes comenzarían a ser elegidos por sus provincias, y estos diputados
—aprovechándose de las circunstancias—, lo utilizaron a su favor en contra del
gobierno implantado.
No
hay duda alguna en que, de haber previsto las terribles consecuencias políticas
—que el Parlamentarismo y el Constitucionalismo ocasionarían en
el declive de la Monarquía—, los reyes habrían optado por medidas cautelares
para conservar su poder.
“El
conocimiento habla
y la sabiduría
escucha”
(Jimi Hendrix, 1942-1970).