USURPACIÓN: EL OTRO GOBIERNO
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n la avenida Habib Bourguiba, en la ciudad de Túnez, se encuentra una escultura que rinde homenaje a uno de los personajes más sobresalientes del siglo XIV: Ibn Jaldún. Reconocido como uno de los precursores de las Ciencias Sociales modernas y por la formulación de una Filosofía de la Historia, sin antecedentes de ella misma, nació en este país del norte de África, a raíz de que su familia debió emigrar a causa de la Reconquista española.
En su magna obra literaria “Kitab-al-Ibar” o “Libro de la Evidencia” (compuesta por un total de siete libros), enumera en el primero de ellos, el “Muqaddima” —mejor conocido como “Prolegómenos” —, las constantes a las que se sujetó la evolución del mundo árabe hasta su época. Él recalcaba tres aspectos que terminaban siempre por otorgar el auténtico poder al ministro: cuando una dinastía estaba instituida en una familia o un clan sólido; cuando la tribu, que apoyó a la monarquía a alcanzar el poder absoluto, terminó por alejarse de ella; y cuando el traspaso del poder era hereditario.
Esto era más visible cuando el padre transfería el poder a un joven príncipe sin carácter, ni habilidad, para asumir el cargo, lo que equivaldría a dejarlo en manos de un niño; o en su defecto, cuando uno de éstos era colocado en el trono por sus servidores. Esto propiciaba la incapacidad para gobernar, siendo un tercero el que se valía de la situación para administrar el poder, ya fuese un visir del padre, un tutor, un cliente o contríbulo, desempeñando el papel de ministro.
Esto se reflejaba en la conducta del ministro que administraba el poder, quien buscaba alejar al heredero de sus responsabilidades monárquicas, concediéndole una buena vida lejos de los quehaceres de un gobernante; volviéndolo ajeno a las acciones de gobierno que él ejecutaba a sus espaldas. Según: ‘bajo la misión de custodiar el trono’, mientras el joven maduraba y adquiría la experiencia para reinar.
Para Ibn Jaldún, lo anterior representaba la causa de la indiferencia mostrada por muchos de los monarcas a lo largo de la historia, ya que eran mal aconsejados, conducidos a una vida alejada de los compromisos políticos y estatales, y siendo convencidos —por los ministros— de que únicamente debían sentarse en el trono, estrechar las manos de los altos funcionarios, y recibir el trato como “Señor” o “Su Majestad”.
Era así, como el joven heredero, daba por hecho que los ministros eran quienes debían poner en práctica el poder ejecutivo en su totalidad: en la economía, en el ejército y en la dirección ciudadana. Como resultado final la autoridad real recaía en el ministro, quien gobernaba y controlaba al Estado, conservando el poder para su familia y para sus descendientes, arrebatándoselo paulatinamente. Ejemplos de estos casos se dieron en las Dinastías Búyida, Ijshidí y otras más en Oriente. Lo mismo sucedió con Almanzor “el Victorioso”, en España.
Cuando el tutelado reaccionaba y se percataba de la conspiración, devolvía el poder a su familia mediante la fuerza y procedía a destituir al ministro usurpador o, en el peor de los casos, quitándole la vida. Aunque esta situación muy pocas veces se dio en la historia, ya que una dinastía bajo el control de un tercero terminaba esclavizada para siempre.