"Camafeo de Augusto". Gabinete de Medallas, París.
AUGUSTO: RESTAURANDO UN ESTADO
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otivado por el deseo de aprender griego, se cuenta que Octavio se había trasladado a la ciudad de Apolonia cuando todavía era un adolescente. En ese momento, nadie imaginaba que, algún día, llegaría a tomar las riendas del gobierno romano bajo el nombre de Augusto. La vida le había sonreído desde siempre, pues gozaba de una estable tranquilidad económica, la cual le permitía invertir en su propia educación.
Octavio era sobrino de Julio César, a quien ciertos historiadores describen como un guerrero de excepcional disciplina interior, con metas similares a las de Alejandro Magno, el célebre conquistador macedonio. Octavio anhelaba dedicar su vida a la filosofía, algo que el destino le negaría.
El día que tuvo noticias del asesinato de su tío, se cuenta que inmediatamente retornó a Roma. Los senadores que habían participado en la conspiración contra César habían huido, y las fuerzas de Antonio armaban un plan para vengarle. Se dice que Octavio, consciente de la responsabilidad política de su familia, no optó por quedarse cruzado de brazos, sino que buscó disminuir el recién emergente estado caótico, vendiendo sus bienes, a fin de cumplir con los compromisos hacia el pueblo, a la vez del correspondiente pago de los soldados.
Años más tarde, Octavio saldría finalmente victorioso sobre Antonio, acontecimiento que quedaría inmortalizado por Popilius Albanus en un relieve en yeso, hoy conservado en el Museo de Bellas Artes de Boston. Sus amigos y compañeros de juventud, Agripa y Mecenas, se reunieron con él para aconsejarle sobre el rumbo más adecuado para el Estado Romano.
Agripa —posiblemente a causa de su condición plebeya y espíritu castrense—, se resolvió por decirle que renunciara al poder, toda vez que la lucha por la libertad era el ideal a seguir; a la vez que se carecía del dinero suficiente para hacerle frente a los problemas económicos y devolver el orden al Imperio.
Mecenas, por el contrario —de ascendencia y sangre aristócrata—, le aconsejó conservar el poder, equiparando la libertad que es dada al pueblo para que se gobierne a sí mismo, como la entrega de un cuchillo a un niño o a un enfermo mental. Mecenas invocaba la responsabilidad del líder de Estado para sanear la crisis, aclarando su rechazo rotundo hacia cualquier tipo de opresión y esclavitud para con el pueblo; pues no luchar por restaurar un Estado, cuando se goza de tal oportunidad —concedida sólo a pocos hombres—, era una cobardía. Si se cuenta con un panorama claro de los objetivos a alcanzar, lo conveniente era que el líder marcara las directrices institucionales:
“Roma es como un buque que lleva a bordo gentes de diversas razas, y ha navegado sin capitán y rumbo durante muchos años. Sus tablas están podridas y no resistirá más. Los cielos se han apiadado de nosotros, colocándote a ti como conductor y jefe. Yo te insto a que no traiciones a tu patria. Si eres fiel a ella, vivirá una nueva era”.
Fue así, como Octavio se convirtió en Augusto, teniendo como sus principales ministros y consejeros a Agripa y Mecenas, a quienes la historia les reconoce su arduo trabajo para elevar artística y científicamente a Roma. Agripa (el plebeyo) centró su interés en la geografía, trazando un mapa del Imperio y abriendo muchas vías de comunicación y canales de agua. Mecenas (el aristócrata) fue el impulsor del arte, quedando asociados a él, autores como Horacio y Virgilio; convirtiéndose su nombre, en siglos posteriores, en sinónimo de custodio del arte y la ciencia.
Es por ello, que la historia ve la época de Augusto como un período del resurgimiento romano, semejante al esplendor de Atenas en manos de Pericles.